CAPITULO 3 Acción UN ACTOR SE PREPARA

UN ACTOR SE PREPARA

Fragmento tomado del libro de Constantin Stanislavski

CAPITULO 3

Acción

¡Vaya un día! Tuvimos hoy nuestra primera lección con el Director.

Nos reunimos en la escuela, en un teatro, aunque pequeño, perfectamente acondicionado. Tortsov llegó, nos miró a todos observándonos atentamente, y dijo:

—María, haga el favor de subir a escena.

La pobre muchacha estaba aterrada. Me hizo pensar en un cachorro asustado, por la manera como corrió queriendo esconderse. La alcanzamos, y la llevamos donde Tortsov, que reía como un chico. Ella se cubría la cara con las manos repitiendo todas sus exclamaciones favoritas: “Oh, por favor, no puedo” “¡No, por favor, tengo miedo!”

—Cálmese usted —dijo él mirándola fijamente a los ojos—. Vamos a hacer una obrita. He aquí su argumento: —Tortsov parecía no tener en cuenta la agitación de la muchacha—. El telón se levanta, y usted está sentada en escena, sola. Permanece sentada, sentada nada más. . . Luego, el telón baja otra vez. Eso es toda la obra. Nada más sencillo puede imaginarse, ¿no le parece?

Maria no contestó; así que él la tomó del brazo y sin decir una palabra más la condujo hasta el escenario, mientras todos los demás reíamos. El Director se volvió, y dijo tranquilamente:

—Amigos míos: están ustedes en un salón de clase. María va a pasar por uno de los más importantes momentos de su vida artística. Traten de aprender cuándo deben reírse ustedes, y de qué reírse.

La llevó hasta en medio de la escena. Nosotros estábamos ya en silencio, y esperando a que el telón se alzara. Lentamente, se levantó. María estaba sentada en mitad del escenario, cerca del proscenio, y de frente, cubriendo todavía su cara con las manos. Se hacía sentir un gran silencio, una atmósfera de solemnidad. Ella se dio cuenta de que algo debía suceder, de que algo debía hacerse.

Primero separó una mano de frente a su cara, luego la otra, y al mismo tiempo agachaba la cabeza, tanto, que no podíamos verle nada más que la punta de la nariz. Otra pausa. Era penoso, pero el Director aguardaba, resuelto, en silencio. Percibiendo la creciente tensión, María miró, al fin, hacia la sala, pero se volvió de inmediato. No sabiendo dónde mirar ni qué hacer, comenzó a cambiar de posición, sentándose de un modo, luego de otro, adoptando torpes o descuidadas aptitudes, recargándose en el asiento hacia atrás, enderezándose, inclinándose; jalando con dificultad sus cortas faldas, mirando fijamente un punto en el piso...

Durante largo tiempo, el Director permaneció inexorable, pero al fin dio la señal: el telón descendió. Me precipité hacia él: quería que me dejara probar el mismo ejercicio.

Quedé colocado en el centro del escenario, también. No era una función real, formal; sin embargo, me sentí lleno de contradictorios impulsos. Estando así, en escena, estaba en exhibición; no obstante que una actitud o un sentimiento íntimo, demandan soledad. Y así era. Una parte de mí mismo tendía a entretener a los espectadores a fin de que no llegaran a aburrirse; otra parte me decía que debía desentenderme de ellos. Mis piernas, los brazos, la cabeza, el torso, no obstante que seguían mis dictados, parecían añadir de por sí algo superfluo. Sé mueve un brazo o una pierna sencillamente, y de repente ya se ha vuelto uno, torciéndose, y parece que estuviera posando para una fotografía.

¡Extraño! Había estado en escena antes una sola vez, pero había sido para mí muchísimo más fácil sentarme, estar en ella afectadamente, que ahora que lo hacía sencillamente. No podía siquiera pensar en qué era lo que debía hacer. Después, los demás me dijeron cómo había yo parecido sucesivamente estúpido, gracioso, confundido, culpable. El Director solamente esperaba... Luego, probó el mismo ejercicio con otros.

—Ahora —dijo— sigamos adelante. Más tarde volveremos a estos ejercicios, y aprenderán cómo sentarse en la escena.

—¿Pero no es eso lo que hemos estado haciendo? —preguntamos.

—¡Oh, no! —replicó—. Ustedes, sencillamente, no han estado sentados.

—¿Qué debimos haber hecho entonces?

En lugar de respondernos con palabras, se levantó de prisa, y subió al escenario como si fuera allí a tratar algún negocio, y se sentó pesadamente a descansar en un sillón de brazos, igual que si estuviera en su casa. Ni hizo ni trató de hacer nada más. Sin embargo, su simple actitud, allí sentado, era impresionante. Le observábamos, queriendo adivinar lo que pasaba en su interior. Sonrió, nosotros también. Pareció pensativo, y nosotros estábamos ansiosos de saber qué estaría pensando. Miró hacia un punto, y sentimos que debíamos ver qué era lo que atraía su atención... En la vida ordinaria, uno puede no interesarse especialmente en la manera que tiene de sentarse, o de permanecer sentado. Pero, por alguna razón, ahora que le ve sentado en la escena, le observa con mayor atención, más de cerca, y quizá hasta siente un placer nada más de verle así sentado. Esto no pasó cuando los otros se sentaron en el escenario. Ni queríamos verlos ni nos importaba qué pasaría en su interior. Su desamparo y deseo de agradar eran simplemente ridículos. Con todo, aunque el Director no se preocupaba en lo más mínimo por nosotros, nos sentíamos fuertemente atraídos hacia él.

¿Cuál era el secreto? Nos lo dijo él mismo.

Cualquiera cosa que suceda en la escena debe suceder porque haya un propósito para ello. Hasta permanecer sentado debe tenerlo. Un propósito determinado, específico, no simplemente el general de estar a la vista del público. Uno debe adquirir el derecho propio a estar sentado allí. Y eso no es fácil.

—Repitamos ahora el experimento —dijo, sin abandonar el escenario-. María: suba usted aquí conmigo. Yo voy a actuar con usted.

—¡Usted! —exclamó ella, y corrió a la escena.

Otra vez fue colocada en el sillón de brazos, en mitad del escenario, y otra vez comenzó a esperar, nerviosa, moviéndose conscientemente, jalando sus faldas.

El Director estaba de pie, cerca de ella, y parecía buscar algo, muy cuidadosamente, en su libro de notas.

Entretanto, gradualmente, María fue quedándose cada vez más quieta, concentrándose hasta que estuvo inmóvil, con los ojos fijos en él. Tenía miedo de perturbarlo, y no hacía más que esperar que se le ordenara hacer algo. Su actitud era natural viva. Casi se la veía hermosa; la escena hacía resaltar sus mejores rasgos. Así pasó algún tiempo. Luego, cayó el telón.

—¿Cómo se siente usted ahora? —le preguntó el Director, mientras volvían a sus lugares en la sala.

—¿Yo? ¿Por qué? ¿Actuamos ya?

—Por supuesto.

—¡Oh! Pero yo creí que... Si sólo estuve sentada esperando a que usted encontrara lo que buscaba en su libro, y me dijera lo que tenía que hacer. Yo no actué para nada.

—Eso fue lo mejor de todo —dijo él—: que usted estuvo sentada esperando, y que no actuó para nada. —Luego se volvió a nosotros—: ¿Qué fue lo que les impresionó como más interesante? —preguntó—. ¿Sentarse en la escena y mostrar los piececitos, como Sonya hizo, o la figura completa, como Grisha, o estar allí, sentado, con un propósito determinado, aun siendo esto tan simple como esperar algo que va a suceder? Puede no haber en ello interés intrínseco, pero eso es vida, en tanto que mostrarse sólo ustedes a sí mismos, les lleva fuera de los dominios del arte vivo.

“En escena se debe estar siempre haciendo algo, ejecutando algo. Acción, movimiento, son las bases del arte que sigue el actor.

—Pero —intervino Grisha— acaba usted de decirnos que actuar es necesario, y que mostrar los pies o el cuerpo, como hice yo, no es acción. ¿Es acaso acción sentarse en una silla, como usted hizo, sin mover un solo dedo? Para mí eso es una falta completa de acción.

—No sé cuál de las dos cosas sea acción o inacción, —interrumpí violentamente— pero todos nosotros estaremos de acuerdo en que eso que Grisha llama falta de acción fue mucho más interesante que su acción.

—Vea usted —dijo calmadamente Tortsov, dirigiéndose a Grisha—: la inmovilidad externa de una persona sentada en es cena no implica pasividad. Se puede estar así sentado sin moverse, y al mismo tiempo estar en plena acción. No es eso todo: con frecuencia la inmovilidad física es el resultado directo de un estado de intensidad interna, y es esta actividad interna la que es, con mucho, más importante desde el punto de vista artístico. La esencia del arte no reside en sus formas externas sino en su contenido espiritual. Cambiaré la fórmula que di a ustedes hace un momento, diciendo: En la escena es necesario actuar, ya sea exteriormente o interiormente.

2

-‘Hagamos ahora un nuevo drama —dijo el Director a María, cuando ella entraba, hoy, al salón.

“He aquí un resumen de él: la madre de usted ha perdido su empleo y sus ingresos; no tiene nada que vender para pagar su instrucción en la escuela dramática, y en consecuencia usted se verá obligada a no venir ya mañana. Pero una amiga ha acudido en su ayuda: no teniendo dinero en efectivo que prestarle, le ha traído un broche de piedras preciosas. Su generoso rasgo la ha conmovido, la ha emocionado. ¿Puede usted aceptar tal sacrificio? Usted no sabe a qué decidirse, y trata de rehusar. Su amiga prende el broche a una cortina y sale. Usted la sigue al pasillo, donde tiene lugar una larga escena de persuasión, de rechazo, de lágrimas y gratitud. Al fin usted acepta; su amiga se va, y usted regresa a su cuarto por el broche. Pero... ¿dónde está? ¿Pudo alguien haber entrado y tomarlo? En una casa de asistencia eso podría ser perfectamente posible. Usted emprende una búsqueda cuidadosa, que tortura sus nervios.

“Suba ahora al escenario. Yo prenderé el alfiler en un pliegue de esta cortina, y usted lo encontrará.

En un momento más, él avisó que estaba listo.

María se precipitó al escenario, como si fuera perseguida. Corrió hasta el borde de las candilejas y luego volvió atrás, tomándose la cabeza con las manos, acongojada, y dando muestras de terror. Volvió adelante, y de nuevo atrás, esta vez en dirección opuesta. Saliendo violentamente hasta el frente del escenario, alcanzó los pliegues de la cortina, sacudiéndolos desesperada, y finalmente ocultó entre ellos la cabeza, intentando dar idea, con esto, de que buscaba el broche. No encontrándolo, se volvió rápida, lanzándose fuera del escenario, y tomándose la cabeza con las manos, golpeándose el pecho, aparentemente para representar lo trágico de la situación.

Nosotros, sentados en la luneta, apenas podíamos contener la risa. No fue mucho antes de que Maria bajase corriendo hasta nosotros, con la actitud de triunfo más completa. Sus ojos brillaban, sus mejillas ardían.

—¿Cómo se siente usted? —preguntó el Director.

—¡0h, maravillosamente! No puedo siquiera expresarlo. ¡Feliz! —exclamó, mirando alrededor—. ¡Me he sentido como si hubiera hecho mi debut... verdaderamente como en mi casa!

—Eso está muy bien —dijo él animándola—. Pero, ¿dónde está el broche? Démelo usted.

—¡Ah, sí! Me olvidé.

—Es extraño. ¡Lo buscó usted tan empeñosamente, y lo ha olvidado!

Antes de que nos diésemos cuenta, ya ella estaba en el escenario otra vez, entre los pliegues de la cortina.

—No se olvide de una cosa —advirtió el Director—: Si encuentra el broche está salvada. Podrá seguir viniendo a clases. Pero si no lo encuentra, tendrá que dejar la escuela.

De inmediato su cara adquirió una intensa expresión. Pegó sus ojos a la cortina examinando cada pliegue de arriba abajo, afanosa, sistemáticamente. Esta vez su búsqueda fue mucho más lenta y cuidadosa, pero todos nosotros estábamos seguros de que no perdía un segundo de su tiempo y de que estaba verdaderamente excitada, no obstante que no hacia ningún esfuerzo para parecerlo.

—¡Oh!, ¿dónde está? ¡Lo he perdido! —Esta vez las palabras

fueron pronunciadas en voz baja—. ¡No está aquí! —gritó ella, desesperada, con un acento de sincera consternación, cuando ya había examinado todos los pliegues de la cortina.

Su cara era toda pesar y preocupación. Estaba de pie, inmóvil, como si sus pensamientos estuvieran lejos. Era fácil ver cómo la había afectado la pérdida del broche.

La observábamos; esperábamos conteniendo el aliento. Por fin, habló el Director.

—¿Cómo se siente ahora, después de buscar otra vez? —le preguntó.

—¿Que cómo me siento? ¡No sé! —Toda su actitud era desfalleciente. Alzó los hombros como si tratara de encontrar una respuesta; involuntariamente seguía con la mirada fija en el piso del escenario—. Busqué bien —continuó un momento después.

—Es verdad. Esta vez sí lo hizo realmente -dijo Tortsov—. ¿Pero qué hizo usted la primera vez?

—¡Oh! la primera vez estaba emocionada, sufría.

—Cuándo se sintió mejor: ¿la primera vez, cuando usted se precipitó en su búsqueda y casi arranca la cortina, o la segunda, cuando usted buscó con calma?

—Pues, desde luego la primera, cuando buscaba el alfiler.

—No. No intente hacernos creer que la primera vez lo buscó -dijo él—. Ni siquiera pensó en ello. Usted solamente intentaba sufrir por la simple razón de apenarse.

“Pero la segunda vez realmente miró, buscó. Todos lo vimos; entendimos, la creímos porque su consternación, su confusión, eran ciertas, existían. Su primera búsqueda fue mala. La segunda fue buena.

El veredicto la dejó aturdida.

—¡Oh —exclamó—, casi me muero la primera vez!

—Eso no cuenta —dijo él—. Sólo impedía la verdadera búsqueda. En escena, no corra usted sólo por correr, o sufra por sufrir. No actúe, en general, solamente por actuar, sino siempre con un propósito.

—Y verdadera, verazmente —intervine.

—Eso es —acordó Tortsov—. Y ahora vayan a la escena, y háganlo.

Y fuimos, pero durante un largo rato no supimos qué hacer. Sentíamos que debíamos causar alguna impresión, pero yo no hubiera podido pensar en nada de mayor importancia que la atención de un público. Comencé a hacer el Otelo, pero pronto me detuve. Leo ensayaba hacer ya un aristócrata, ya un general, o un campesino. María corría tomándose la cabeza o tocándose el corazón para representar algo trágico. Paul se sentó en una silla adoptando una pose que recordaba a Hamlet, y parecía estar representando pesadumbre o desilusión.

Sonya coqueteaba a su alrededor, y, junto a ella, Grisha le declaraba su amor según la más desgastada tradición escénica. Cuando miré a Nicholas Umnovykh y Dasha Dymkova, que de costumbre se escondían en un rincón, casi gemí al ver sus miradas fijas, sus actitudes de palo haciendo una escena del “Brand” de Ibsen.

—Recapitulemos lo que ustedes han hecho —dijo el Director—. Comenzaré con usted —añadió señalándome—. Y al mismo tiempo con usted y usted —continuó dirigiéndose a Paul y a María—. Siéntense aquí, en estas sillas, donde puedo verlos mejor, y comiencen: usted está celoso, usted sufre, y usted está triste, nada más, produciendo estos estados de ánimo por sí mismos.

Nos sentamos, y de inmediato percibimos lo absurdo de nuestra situación. Mientras estuve caminando, dando vueltas como un salvaje, acongojado, era posible imaginar que había algún sentido en lo que hacía, pero estando allí en la silla, sin ningún movimiento externo, lo absurdo de mi actuación era claro.

—Bien. ¿Qué creen ustedes? —preguntó el Director.— ¿Puede alguien estar sentado, sin tener ninguna razón, en absoluto, para estar celoso? ¿O conmovido?. ¿O triste? Desde luego que no es posible. Fijen esto en su memoria: En la escena no puede haber, bajo ninguna circunstancia, acción que se dirija de modo inmediato a suscitar sentimientos por el solo hecho de despertarlos. De ignorar esta regla resulta siempre, solamente> la más molesta y repulsiva artificialidad. Cuando ustedes escojan un fragmento de acción, dejen solos los sentimientos y el contenido espiritual. Nunca busquen estar celosos, sufrir, hacer el amor, nada más porque sí. Todos estos sentimientos son el resultado de algo que les ha antecedido. Sobre este precedente ustedes pueden pensar tanto como quieran; en cuanto al resultado, se producirá por sí mismo. La falsa animación de pasiones, o la caracterización de tipos, o el mero uso de actitudes y gestos convencionales, todo esto son errores frecuentes en nuestra profesión. Pero ustedes deben mantenerse alejados de estas irrealidades. No deben sólo copiar tipos, o reproducir pasiones. Deben vivir unas y otros. La animación, la actuación que ustedes hagan de ellos, debe nacer y desarrollarse según ustedes los vivan.

Vanya entonces sugirió que podríamos actuar mejor si el escenario no estuviera tan desmantelado, si estuviera mejor acondicionado, con utilería y muebles, y alguna chimenea, ceniceros...

—Muy bien —acordó ‘el Director. Y así terminó la lección.

Fuimos citados, para nuestro trabajo de hoy, otra vez en el escenario de la Escuela, pero cuando llegamos nos encontramos con que la entrada a la sala estaba cerrada, si bien otra puerta que conducía al escenario estaba abierta. Tan pronto como entramos nos sentimos asombrados de estar en un vestíbulo. Cerca de él había un pequeño y cómodo recibidor, y en él dos puertas, una daba acceso al comedor y más allá a una reducida recámara; la otra, a un largo pasillo, al lado del cual se abría una sala brillantemente iluminada. El apartamento entero estaba construido con secciones de escenografía tomadas de producciones de repertorio. El telón de boca estaba bajado y barricado con muebles.

Sintiéndonos como si no estuviéramos en las tablas, nos conducíamos como si estuviésemos en nuestra casa. Comenzamos a examinar las habitaciones, y luego formamos grupos y empezamos a charlar. No se nos ocurrió a ninguno que la lección había comenzado ya. Por fin el Director nos recordó que habíamos ido allí a trabajar.

—¿Qué haremos hoy? —preguntó alguien.

—Lo mismo que ayer —fue la contestación.

Pero continuamos por allí, de pie.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Tortsov. Fue Paul quien contestó:

—No sé, realmente. Actuar así, de pronto, sin ninguna razón... —se detuvo, sin concluir.

—Si es incómodo actuar sin ninguna razón, ¿por qué entonces no buscarla? —dijo Tortsov—. Yo no les impongo ninguna restricción. Sólo que no continúen parados ahí como estacas.

—Pero —alguno aventuró— no podríamos actuar por actuar nada más.

—No —reafirmó el Director—. De ahora en adelante no habrá actuación si no es con un propósito. Ahora tienen el ambiente, el acondicionamiento que pidieron ayer; ¿no pueden sugerir algún motivo interno que derive en simples actos físicos? Por ejemplo, si yo le pido a usted, Vanya, que vaya y cierre esa puerta, ¿querría hacerlo?

—¿Cerrar la puerta? ¡Desde luego! —Y Vanya fue, la cerró de golpe y regresó antes de que tuviéramos ocasión de observarle.

—Eso no es lo que quiere decir cerrar la puerta —dijo Tortsov—. Con la palabra “cerrar” impliqué un deseo de que la puerta quedara cerrada efectivamente, para evitar la corriente de aire, o bien para que las personas que están en el cuarto contiguo no oigan lo que decimos. Usted sólo aventó la puerta, sin ningún propósito en su mente, y de una manera que bien pudo hacer que se abriera otra vez, como en efecto ha sucedido.

—No me propuse cerrarla bien. Francamente —dijo Vanya.

—Si le es difícil, tómese más tiempo y cuidado para cumplir lo que le he pedido -dijo el Director.

Esta vez Vanya cerró la puerta debidamente.

—Dígame usted que haga algo —pedí.

—¿Le es imposible pensar en ello? Vea, allí hay una chimenea y leños. Haga fuego.

Hice como me dijo; puse los leños en la chimenea, pero no encontré cerillas, ni en mi bolsillo ni sobre la repisa de la chimenea. Regresé donde Tortsov para decirle de mi dificultad.

—¿Para qué diablos quiere usted cerillas?

—Para encender el fuego.

—La chimenea es de papel. ¿Intenta usted incendiar el teatro?

—Solamente quería hacer como que la encendía —expliqué.

Me extendió la mano vacía.

—Para hacer como que enciende el fuego, imagínese que tiene cerillas. ¡Como si se tratara de frotar una cerilla!

“Cuando usted llegue al punto, haciendo Hamlet, en que a través de su intrincada psicología, tiene que matar al Rey, ¿le será muy importante tener una espada de tamaño natural en la mano? ¿Si no la tiene, será usted incapaz de terminar su actuación? Usted puede matar al Rey sin espada, como puede prender fuego sin cerillas. ¡Lo que necesita encender es su imaginación!

Seguí, entonces, haciendo como que encendía el fuego. Para ampliar la acción, me hice a la creencia de que las cerillas se apagaban varias veces, y aun me esforcé en proteger la flama con las manos. También traté de ver el fuego, de sentir su calor, pero acabé con ello y pronto me sentí fastidiado, y así me obligué a pensar en algo más que hacer. Comencé a cambiar de sitio los muebles, luego a contar los diversos objetos que había en el cuarto. Pero no habiendo propósito tras estos actos, todos eran mecánicos.

—No hay nada extraño en ello —explicó el Director—. Si una acción no tiene fundamento interno, no puede retener la atención. No toma tiempo el empujar unas cuantas sillas por allí, pero si usted estuviera obligado a arreglarlas de diferente manera, según un propósito particular, como suponer que tiene invitados a comer y que debe darles asiento de acuerdo con su categoría o su edad, o para hacerlos congeniar, ya le llevaría tiempo el hacerlo.

Pero mi imaginación estaba agotada.

Tan pronto como Tortsov se dio cuenta de que lo mismo sucedía a todos, nos reunió en el recibidor.

—¿No están avergonzados de sí mismos? Si trajera aquí una docena de chiquillos y les dijera que ésta era su nueva casa, ya verían ustedes activarse su imaginación; sus juegos serían verdaderos juegos. ¿No pueden ustedes hacer como ellos?

—Es fácil decir eso —dijo Paul en tono quejumbroso-. Pero no somos niños. Ellos naturalmente desearían jugar, pero nosotros tendríamos que forzarnos a hacerlo.

—Desde luego —contestó el Director—, si ustedes ni quieren ni pueden activar su imaginación, hacer saltar una chispa de ella en su interior, no tengo más que decir. Todo aquél que es realmente un artista, desea crear dentro de sí mismo otra vida diferente, más profunda y más interesante que la que le rodea de ordinario.

—Si el telón estuviese arriba y hubiera público en la sala

—intervino Grisha— ese deseo podría despertar.

—No —replicó con decisión el Director—. Si ustedes son verdaderos artistas sentirán el deseo, sin necesidad de público ni accesorios. Sean ustedes francos: ¿qué es lo que realmente les impide actuar de alguna manera?

Yo expliqué que podría encender un fuego, cambiar los muebles, abrir y cerrar puertas, pero que estos actos no podían prolongarse lo suficiente para retener mi atención. Enciendo el fuego, cierro la puerta, ¡y se acabó! Si un acto condujera al otro, y éste diera ocasión a un tercero, un impulso y una tensión naturales podrían crearse.

—En resumen —concluyó él—, lo que ustedes creen necesitar no son actos breves, externos, casi mecánicos, sino algo que tenga una más amplia perspectiva, más profunda, y sea más complicado.

—No —contesté—. Pero denos usted algo que, aunque sea sencillo, tenga interés.

—¿Quiere usted decir —dijo manifestando perplejidad— que todo ha de depender de mí? Seguramente la explicación de eso debe buscarse en los motivos internos, en las circunstancias en las cuales y por cuya causa ustedes ejecutan un acto. Tomen por ejemplo el abrir o cerrar una puerta. Nada puede ser más simple, podrán decir ustedes, o menos interesante, o más mecánico.

“Pero supongan que en este apartamento de María, vivía un hombre que de pronto se volvió loco, y al que encerraron en un manicomio. Si se hubiera escapado de allá y estuviera detrás de esa puerta, ¿qué harían ustedes?

Una vez planteada así la cuestión, nuestra finalidad interna, como el Director había explicado, se alteró. Ya no pensamos más en cómo prolongar nuestra actividad ni nos preocupamos de su forma externa. Nuestra mente se había dirigido a estimar el valor del propósito de éste o aquél acto, según el problema que se nos presentaba. Comenzamos a medir con la vista la distancia a la puerta, y a buscar con qué asegurarnos. Se examinaron las probables direcciones de escape alrededor, en caso de que el loco pudiera forzar la puerta. Nuestro instinto de conservación percibía el peligro, y sugería diversos modos de comportarse ante él.

Ya fuera accidentalmente o de propósito, Vanya, que se había colocado contra la puerta desde que se cerró, de repente brincó y empezó a correr, y nosotros lo hicimos también tras él. Las muchachas gritaban, y salieron corriendo hacia la otra habitación. Al final, yo me encontré debajo de una mesa, con una pesada palmatoria de bronce en la mano.

No habíamos acabado: la puerta estaba ahora cerrada, pero no asegurada porque no había llave. Por lo tanto, lo más seguro y mejor que podía hacerse era levantar una barricada de sofás, mesas, sillas; luego, llamar al manicomio y lograr que se dieran los pasos necesarios para que el loco fuera puesto bajo custodia otra vez.

El éxito de esta improvisación me animó. Fui hasta el Director, y le pedí que me diera otra oportunidad de encender el fuego.

Sin vacilar me dijo ¡que María acababa de heredar una fortuna! Que ella había tomado este apartamento, y que celebraba su buena suerte con una tertulia a la que había invitado a todos sus compañeros. Uno de elles, en muy buenas relaciones con Kachalov, Moskvin y Leonidov, había prometido traerlos a la fiesta. Pero el apartamento era casi helado, y la calefacción central todavía no estaba arreglada no obstante que afuera ya se sentía mucho frío. ¿Podría encontrarse un poco de leña para encender el fuego?

Se consiguieron de un vecino algunos troncos. Se encendió un pequeño fuego; pero el humo era insoportable, y tuvo que apagarse. Entretanto se había hecho tarde. Se encendió Otra vez el fuego, pero la leña era verde y apenas prendía. En un minuto más, los invitados llegarían.

—Ahora —continuó— déjeme ver qué haría usted si mis hechos supuestos fueran reales.

Cuando terminamos con todo, el Director concluyó:

—Puede decirse que hoy actuaron ustedes con un motivo. Han aprendido que toda acción en el teatro debe tener una justificación interna, y ser lógica, coherente y real. Segundo: una condición, un si, actúa como una palanca que nos levanta del mundo de la realidad a los dominios de la imaginación.

4

El Director procedió hoy a enumerar las diversas funciones del si.

—Esta palabra tiene una cualidad peculiar, una especie de poder que se percibe, y que produce instantáneamente un estímulo interior.

“Noten también cuán fácil y simplemente se produce éste. Esa puerta, que fue el punto de partida de nuestro ejercicio, llegó a ser un medio de defensa; y el objetivo básico para ustedes, el objeto de concentración de su atención, fue un deseo producido por el instinto de conservación.

“La suposición de un peligro es siempre excitante. Es una especie de levadura que fermenta en cualquier momento. En cuanto a la puerta y la chimenea, que son objetos inanimados, nos mueven sólo cuando se relacionan con algo más, de mayor importancia para nosotros.

“Tomen en consideración también que este estímulo interior surgió sin esfuerzo ni superchería. Yo no dije a ustedes que había un loco tras la puerta. Al contrario, usando la palabra si, hacía ver francamente que no ofrecía a ustedes sino una suposición. Todo lo que yo quería era hacer decir a ustedes qué harían si la suposición acerca del loco fuera un hecho real, dejando que ustedes sintieran lo que cualquiera en esas circunstancias dadas debe sentir. Ustedes, a su vez, no se forzaron en aceptar la suposición como una realidad, sino sólo como tal suposición.

“¿Qué hubiera sucedido si, en lugar de esa franca confesión mía, les hubiera jurado que había, real y verdaderamente, un loco tras la puerta?

—Yo no hubiera creído tan evidente engañifa —reaccioné.

—Con esta cualidad especial del si —explicó Tortsov—, nadie obliga a ustedes a creer o no creer nada. Todo es claro, honrado y descubierto. Se les propone una cuestión, y se espera de ustedes que respondan a ella sincera y determinadamente.

“En consecuencia, el secreto del efecto del si radica primero que nada en el hecho de que no emplea la fuerza o la violencia, ni obliga al artista a hacer algo. Por el contrario, lo alienta, le anima a tener confianza en una situación supuesta. He aquí por qué, en el ejercicio de ustedes, el estímulo se produjo tan naturalmente.

“Esto me lleva a concretar otra cualidad del si: Despierta una interna y real actividad, por medios también naturales. Por ser ustedes actores no dieron una respuesta sencilla a la cuestión: sintieron que debían responder este reto a la acción.

“Esta importante característica del si lo acerca a uno de los fundamentos de nuestra escuela dramática: actividad en la creación y en el arte.

5

—Algunos de ustedes están ansiosos de poner cuanto antes en práctica lo que he venido diciéndoles. Esto está muy bien, y me alegra que su deseo coincida con el mío. Apliquemos el uso del si a un rol —dijo el Director hoy.

“Supongan que hacemos la dramatización de la leyenda de Chejov en la que un inocente campesino quita una tuerca de la vía del ferrocarril para emplearla como plomo en su cuerda de pesca, por lo que es procesado y severamente castigado. Este incidente imaginario penetrará la conciencia de algunos, pero para la mayoría de la gente queda sólo como una historia divertida. Nunca vislumbrarán siquiera lo trágico de las condiciones sociales y legales escondidas tras la comicidad. Pero el artista que actuara una parte en esta escena no puede reír; debe pensarla por sí mismo y, lo que es más importante, vivirla, sea lo que fuere aquello que llevó al autor a escribir la historia. ¿Cómo se conducirían ustedes en el caso? —Tortsov hizo una pausa. Los estudiantes quedamos en silencio, pensativos, un rato.

“En momentos de duda, cuando sus pensamientos, sus sentimientos y su imaginación trabajan en silencio, recuerden el si. También el autor comenzó así su trabajo. Se dijo: ¿Qué sucedería si un simple campesino, que hubiera salido a pescar, tomara una tuerca de un riel? Propónganse el mismo problema añadiendo: ¿Qué haría yo si se sometiera a mi juicio el caso?

—Yo condenaría al criminal —contesté sin vacilar.

—¿Por qué? ¿En razón de haber tomado un plomo para su cuerda de pescar?

—Por haber robado la tuerca.

—Desde luego que uno no debe robar —asintió Tortsov—. Pero ¿puede usted castigar severamente a un hombre por un crimen del que no tiene conciencia en absoluto?

—El hombre debió darse cuenta de que su acción podría ser la causa del descarrilamiento de todo un tren, y de la muerte de cientos de gentes —repliqué.

—¿Sólo por una pequeña tuerca? Nunca le haría creer eso —arguyó el Director.

—Fingiría nada más. El comprende la naturaleza de su acto —dije.

—Si el hombre que actúa haciendo el campesino tiene talento, le probará, por su actuación, que es inconsciente de cualquier culpa —dijo Tortsov.

Siguiendo la discusión usó todos los argumentos posibles para justificar al inculpado, y al fin logró debilitar los míos. En cuanto lo notó, dijo:

—Usted ha sentido el mismo impulso interno que el juez probablemente experimenta. Si actuara esa parte, análogos sentimientos le acercarían al personaje.

“Para lograr esta relación entre el actor y la persona que encarna hay que añadir ciertos detalles concretos que llenarán la obra, precisando su sentido y dotándola de acción e interés. Las circunstancias que supone y enuncia el si, se originan en fuentes cercanas a nuestros propios sentimientos, y tienen una poderosa influencia en la vida interna de un actor. Una vez que ustedes han establecido este contacto entre su vida y su parte, sentirán ese impulso interno, ese estímulo. Añadan una serie completa de contingencias basadas en su propia experiencia de la vida, y verán cuán fácil es para ustedes creer sinceramente en la posibilidad de aquello que van a hacer en escena.

“Elaboren por entero un rol en esta forma, y crearán, completa, una nueva vida.

“Los sentimientos despertados se expresarán por si mismos en los actos de la persona imaginaria a la que la obra ha colocado en las circunstancias hechas por esta misma.

—¿Son aquellos conscientes o inconscientes? —pregunté.

—Haga la prueba usted mismo. Tome cada uno de los detalles del proceso y decida qué es consciente, y qué inconsciente, en su origen. Nunca resolverá usted el embrollo, porque ni siquiera recordará algunos de sus más importantes momentos. Estos surgirán, en todo o en parte, por sí mismos, y pasarán inadvertidos, en los dominios del subconsciente.

“Para convencerse por sí mismo, pregunte usted a un actor, después de una gran actuación, cómo se sintió mientras estuvo en escena, y qué hizo allí. No será capaz de contestarle, porque en realidad no supo cómo vivió esos momentos, y no recuerda muchos de los más significativos. Todo lo que usted logrará saber de él es que se sintió bien en la escena, y que estuvo en relación fácil con los demás actores. Más allá de esto, no le dirá nada.

“Le sorprendería usted si le describiera su actuación. Gradualmente vendría a darse cuenta, por ello, de cosas sobre su actuación de las cuales no había tenido, en absoluto, consciencia.

“Podemos concluir de esto que el si es también un estimulo para la creación subconsciente. Además, nos ayuda a realizar otro de los principios fundamentales de nuestro arte: Creación no consciente mediante técnica consciente.

“Hasta aquí he explicado los usos del si en relación con dos de los principios básicos de nuestro tipo de acción. Pero es aun más estrecha su relación con un tercero. Nuestro gran poeta Pushkin escribió acerca de ello en su inconcluso artículo sobre el drama. Entre otras cosas dijo: “Sinceridad de emociones, sentimientos que parezcan verdaderos en determinadas circunstancias dadas: esto es lo que pedimos de un dramaturgo”. Yo añado que es también eso, exactamente, lo que se le pide a un actor.

“Piensen detenidamente en ello, y luego daré un ejemplo vivo de cómo el si nos ayuda a realizarlo.

—Sinceridad de emociones, sentimientos que parezcan verdaderos en circunstancias dadas —repetí en todos los tonos.

—No siga —dijo el Director—. Está haciendo de ello una banalidad, sin descubrir su significado esencial. Cuando usted no pueda comprender un pensamiento como un todo, descompóngalo en sus partes, y estúdielas una por una.

—¿Qué significa precisamente la expresión “circunstancias dadas”? —preguntó Paul.

—Significa el argumento de la obra, los hechos o sucesos del mismo, la época, el tiempo y lugar en que se desarrolla la acción, condiciones de vida, la interpretación que den a ello el actor y el realizador, la mise-en-scene, la producción, los decorados, el vestuario, utilería, efectos de iluminación y sonido: todas las circunstancias, en fin, que se dan al actor para que las tome en cuenta al crear su papel.

“Si es el punto de partida; el desarrollo, las circunstancias dadas. No puede existir uno sin el otro, si ha de poseerse la cualidad estimulante necesaria. Sin embargo, sus funciones en cierto modo difieren: el si impulsa a la imaginación dormida, en tanto que las circunstancias dadas construyen las bases para el mismo si. Y ambos, conjunta y separadamente, ayudan a crear el estímulo interno.

—¿Y qué quiere decir —preguntó interesado Vanya— “sinceridad en las emociones”?

—Precisamente lo que expresa: emociones vivas y humanas, sentimientos que el actor ha experimentado ya de por sí.

—Y luego —insistió Vanya— qué significa “sentimientos que parezcan verdaderos”?

—Al decirlo no nos referimos a sentimientos reales en sí, sino a algo muy cercano y análogo a ellos: a emociones reproducidas indirectamente, por la incitación de verdaderos sentimientos internos.

“En la práctica, es esto, aproximadamente, lo que ustedes tienen que hacer: primero, tienen que imaginar, a su modo propio las “circunstancias dadas” que la obra plantea y ofrecen la producción del realizador de ella y la propia concepción artística de ustedes. Todo este material provee de un plan general para hacer vivir al personaje que ustedes encarnarán, y las circunstancias que le rodean. Es indispensable que ustedes realmente crean en las posibilidades en general de esa vida, y así llegar a acostumbrarse a ello hasta sentirse, ustedes mismos, ligados a ella. Si logran esto, encontrarán que esas “emociones sinceras” o esos “sentimientos que parecen verdaderos” se desarrollan espontáneamente en ustedes.

“De todas maneras, cuando apliquen este tercer principio de la actuación, olvídense de sus sentimientos, porque estos son, con mucho, de origen subconsciente, y no sujetos a control directo. Dirijan toda su atención a las “circunstancias dadas”. Están siempre a su alcance.

Ya para terminar la lección, dijo el Director:

—Puedo ahora complementar lo que afirmé en un principio sobre el si: su poder depende no sólo de su propia agudeza, sino también de la precisión que tenga el trazo general de las circunstancias dadas.

—Pero —interrumpió Grisha— ¿qué se deja al actor si todo es preparado por otros? ¡Fruslerías sólo!

—¿Qué quiere usted decir con fruslerías? —dijo Tortsov molesto—. ¿Se imagina usted que creer en la ficción imaginada por otro, y hacerla vivir, es una fruslería? ¿No sabe que trabajar, componer sobre un tema sugerido por algún otro, es mucho más difícil que inventar uno usted mismo? Se sabe de casos en que una mala obra adquirió fama universal por haber sido recreada por un gran actor. Y sabido es que Shakespeare recreaba historias ajenas. Y esto es lo que hacemos con la labor del dramaturgo: damos vida a aquello que está entre líneas, ponemos nuestros propios pensamientos en lo que el autor ha escrito, y establecemos nuestra propia relación con los otros personajes de la obra y las condiciones en que viven; infiltramos en nosotros mismos todos los materiales que recibimos del autor y el director, los trabajamos y complementamos con nuestra propia imaginación. Y este material llega a ser parte de nosotros, espiritual y aun físicamente. Nuestras emociones son sinceras, y como resultado último tenemos una actividad real, verdadera y productiva, totalmente, íntimamente entretejida a la trama de la obra.

“¡Y a esta tremenda labor le llama usted fruslerías sólo!

“No, ciertamente. Eso es creación y es arte.

Con estas palabras terminó la lección.

6

Hoy hicimos una serie de ejercicios, consistentes en plantearnos problemas que nosotros mismos poníamos en acción, tales como escribir una carta, arreglar un cuarto, buscar un objeto perdido. Esto, rodeado de toda suerte de suposiciones. El objeto, el propósito era ejecutar todo bajo las circunstancias que nosotros mismos habíamos creado.

A estos ejercicios el Director daba tanta importancia, que trabajaba de firme, entusiásticamente, en ellos.

Después de hacer un ejercicio con cada uno de nosotros, dijo:

—Este es el principio del buen camino. Lo encontraron ustedes por propia experiencia. Por ahora no debe haber otra manera de ponerse en contacto con una parte o una obra. Para entender la importancia de éste, el punto correcto de partida, comparen lo que acaban de hacer con lo que hicieron en la función de prueba. Con las excepciones de escasos y accidentales momentos en la actuación de María y la de Kostya, todos ustedes empezaron su labor justamente por donde debían terminarla. Estaban decididos a despertar fuertes emociones en si mismos y en el público desde un principio, a ofrecer imágenes vivas y al mismo tiempo a exhibir todas sus cualidades internas y sus dones externos. Este proceder erróneo condujo naturalmente a la violencia. Para evitar tales errores, recuerden siempre que cuando se comienza a estudiar un papel, debe primero reunirse todo el material que tenga alguna relación con él, y suplementario con más y más imaginación, hasta haber alcanzado tanta semejanza con la vida, que sea fácil creer en lo que están ustedes haciendo. Al principio, olvídense de sus propios sentimientos. Cuando las condiciones internas se hayan preparado, y bien, los sentimientos saldrán a la superficie por si mismos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

LABORATORIO DE IMAGEN

CAPITULO 4 Imaginación UN ACTOR SE PREPARA